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21 de FEBRERO de 2021.- Es mediodía del viernes 12 de febrero y alguien posteaba en Twitter: “Quedará archivado que la única vez que el Ministerio de las Culturas levantó la voz en medio de la pandemia, fue para amenazar a Mon Laferte por pintar un mural y no para anunciar ayudas a lxs trabajadorxs de la cultura”.
Otro meme caricaturizaba la enrabiada reacción de la seremi de Culturas de Valparaíso ante el mural, quien junto con descalificar el mural, pasaba indiferente ante un artista callejero que solicitaba ayuda a un costado de la obra de arte visual. Lo común en estas duras ironías es la falta de empatía que ha caracterizado a las autoridades de esta administración gubernamental.
Esta misma insensibilidad es la que el Ejecutivo mostraba en los meses previos al estallido social: un estado anestésico que antecede el desenlace. Muchas son las urgencias y calamidades que ha vivido el sector de la cultura y las artes en los últimos años y, pese a ello, las autoridades del rubro han sido constantes en su ausentismo y falta de concurrencia.
Por este motivo, sorprende la inmediata y virulenta acometida de la seremi Constance Harvey contra Mon Laferte, tras concluido un mural con el que la artista ha querido homenajear a la ciudad de Valparaíso. Se dice que éste no contará con la “autorización” de la oficina técnica regional del Consejo de Monumentos Nacionales. No obstante, grafitiar fachadas y muros sin el permiso del gobierno es cosa cotidiana en los barrios patrimoniales de la ciudad, pero a Mon Laferte le valió los calificativos de “egoísta” e “individualista” de parte de la autoridad regional, plasmando con ello epítetos que podrían entenderse como más cercanos a una agresión directa y personal a la artista, que un cuestionamiento técnico y administrativo.

Estas actitudes no se condicen con la permisividad con que la propia autoridad ministerial trata la fachada del edificio institucional del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, inmueble que se ubica en Plaza Sotomayor de la ciudad de Valparaíso, una Zona Típica y de Conservación Histórica y que desde 2003 integra el Área Histórica declarada como Sitio del Patrimonio Mundial por UNESCO. No obstante, lienzos y colorinches pegatinas institucionales sobre su superficie, atentan contra la dignidad del edificio y rompe con la estética del conjunto urbanístico del entorno.
Por otra parte, no se perciben de la autoridad regional reacciones de igual firmeza cuando ocurren otras “intervenciones” en lugares vinculados a la memoria y los derechos humanos. Estas cuestiones que, al igual que el patrimonio cultural, están consagradas en el Artículo 1 de la Ley N°21.045 que crea el MINCAP, merecen el máximo celo de observancia de parte de sus autoridades, puesto que refieren a asuntos fundamentales del estado de derecho y la democracia.
Hechos indignantes como las reiteradas vandalizaciones del Memorial de los Detenidos/as Desaparecidos/as y Ejecutados/as Políticos/as, parecen no movilizar rechazos tan categóricos. Tampoco así, los allanamientos ilegales y las maniobras de amedrentamiento dirigidos contra la Casa Memoria del cerro Yungay, un espacio museográfico y comunitario para la reivindicación de la memoria histórica y promoción de los Derechos Humanos.
Siguiendo en la temática del individualismo, es destacable el doble estándar en los argumentos esgrimidos por la autoridad regional para desbaratar la gestión de Laferte. En primer lugar, está fuera de lugar presentar estos conceptos como tesis desaprobatoria de una obra, pues estos valores no contienen elementos técnicos, sino juicios descalificatorios que dejan entrever posiciones parciales, ligadas a cuestiones subjetivas de beneplácitos v/s antipatías de parte de la autoridad.
Y pareciera que este sería el criterio que, en general, estaría adoptado la autoridad cultural del país para el tratamiento de las intervenciones del espacio público: un enfoque disyuntivo que se mueve entre asentimiento y obsecuencia, de una parte y, por la otra, antipatía, rechazo y persecución. Si no fuese así, resultaría incomprensible la aquiescencia implícita de la autoridad, ante el sabotaje que Carabineros de Chile llevó a cabo con recursos estatales contra la intervención lumínica que el 19 de mayo de 2020 realizada por el Colectivo DeLigthLab, en que se proyectaba sobre un edificio del sector de Plaza Dignidad, una secuencia compuesta por las palabras «Humanidad» y “Solidaridad”. Esto ocurría en el contexto de la aguda crisis humanitaria que arreciaba en el país, producto de una pandemia sin control ni medidas sociales mitigantes. Entonces no hubo condena, sino tibias y ambiguas palabras de la máxima autoridad ministerial referidas sobre le libertad de creación y expresión.
Rubrican el desempeño ministerial su silencio ante la acción judicial interpuesta por Carabineros contra el colectivo feminista Las Tesis, en un afán de criminalizar la libertad de expresión y creación que caracteriza a las artes. O así también, el mutismo total de la máxima autoridad cultural del país, tras el cruento asesinato de un artista callejero a manos de un carabinero, hace algunos días en Panguipulli. Se inscribe aquí también el respaldo público que la jefa de la cartera de Culturas brindó en su momento al ex ministro del Interior Andrés Chadwick, en la fallida operación de blanqueamiento por la que se intentaba liberarlo de las responsabilidades políticas en el asesinato de Camilo Catrillanca y otros atropellos de Derechos Humanos cometidos en su administración.
Pero volviendo con los argumentos del egoísmo y el individualismo, es justo reconocer que estos han sido anti valores que por décadas han regido la política del fomento de las artes y el desarrollo cultural: el sistema de concursabilidad representa un modelo de sociedad competitivo, carente de todo sentido solidario y que en tiempo de pandemia ha llegado al paroxismo, cuando artistas en situación de desempleo, han debido concursar para beneficios, cual si fuese legítimo hacer competir las emergencias y el desamparo de las personas que han consagrado sus vidas al cultivo de las arte. Esta lógica del egoísmo e individualismo, no solo revela la profunda base doctrinaria desde donde surge –el neoliberalismo a ultranza- sino además, revela la perversión de un doble estándar subyacente.
Lo ocurrido con el mural de Mon Laferte y otras expresiones artísticas contemporáneas con presencia urbana, nos convoca a la reflexión respecto al rol que está ejerciendo el Estado y sus instituciones sobre el espacio público, que no es otro que el espacio de la democracia. El acoso a Mon Laferte no es sino expresión viva de persecución, censura, represión y/o castigo que el Estado ejerce contra el arte callejero, justamente, porque esta arte zafa del egoísmo y el individualismo. Y, dado que como experiencia estética y sensible, abre caminos transitar a una sociedad más justa. El poder asalta entonces su soberanía popular, reprimiéndole mediante la implantación de un espacio militarizado, sistemáticamente violentado por la fuerza policial coercitiva de la Justicia, buscando con ello impedir el libre ejercicio de la expresión estética de la disidencia.
La postura y, especialmente, el trato de la autoridad cultural de la región de Valparaíso para con un artista, dejan a la vista los fuegos de la animadversión y la intolerancia, fuegos propios de un estado policial que, una vez encendidos, podrían promover sucesivas y progresivas cadenas de reacciones emocionales contra el mundo de las artes, dañando aún más la ya aporreada convivencia democrática.
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